Un Elvis que vuela alto en su laberinto
Baz Lurmann nos presenta una biopic con alto voltaje de mística del Rey del Rock. El prodigio, la revolución y la caída, sin redención ni salvación, del héroe blanco de una música que nació negra. Una gran producción que canoniza, una vez más, al mito de Elvis.
Un chico blanco de Tupelo, Mississippi, que mama la música en las misas de aforamericanos casi poseídos por los sonidos. Una verdadera experiencia religiosa y ceremonias muy paganas para la liturgia cristiana. Así empieza todo, muestra la biopic Elvis (2022) de Baz Lurhmann, director avezado en este tipo de producciones, como un relato preciso y conocido para el mito de origen. El pequeño Elvis se pierde, cruza barreras inocentemente siguiendo el mensaje del rock efervescente, con los oídos y todo su cuerpo. De hecho, la historia es un canto a estos orígenes que nunca parecen irse. El niño libre encerrado en el ídolo masivo, quien casi no sabe llevar las riendas de su destino, crece en un adulto adicto y manipulado por la maquinaria musical que él mismo puso a funcionar. No hay forma de parar el show.
Pero estos orígenes hablan también del rock originario. Allí la película de Luhrmann parece que quiere levantar una bandera de la política más actual -puede leerse el Black Lives Matter- con marcada reivindicación del legado negro del Rey. Desfilan la hermana Rosetta Tharpe, Little Richard, B.B. King y Fat Domino, entre otros, figuras centrales y menores, todas muy cercanas a la sensibilidad social y musical de Elvis, a quien le toca especialmente el caso de Martin Luther King. En ese clima de locura y racismo, no muy diferente a la sociedad norteamericana actual, se resalta un Elvis progresista. ¿Qué tan certero es este perfil? No busquemos una indagación profunda ni grandes revelaciones de la vida del artista para una película que se vuelca por las emociones y juegos dramáticos. Para esto sirve un poco más el muy buen documental de HBO del 2018 Elvis Presley: The Searcher, que recorta, a pesar de las diferencias, una semblanza del artista bastante similar a esta biopic.
A través del look, la voz y los movimientos, lo de Elvis se vuelve primero una transgresión y después un fenómeno de masas, el encanto para los hijos y las hijas de la cultura del consumo que floreció con la posguerra. Lo que primero se declara como prohibido, las censuras al baile sexual y la música satánica, es capturado por el mismo sistema dispuesto a flexibilizaciones morales. De ahí que aparece EP -como lo llama su séquito- radiante y consumido en la ciudad del pecado, Las Vegas. En ese camino de ascenso y caída la llama del mito derrite a la propia persona como un muñeco de plástico.
La película prepara un camino del héroe trágico un tanto abrupto. Un ritmo trepidante de musical se va aplanando, vuelve la intensidad al final, mientras vemos cómo se alza la luz de la estrella entre el villano y la víctima. Queda brillando la figura arquetípica del artista popular del Siglo XX que la industria cultural transforma en la mercancía total. Detrás, siempre, su verdadera sombra: el coronel Perkins. Sombra terrible: quien maneja los hilos, mente maestra y provinciana del show business, pero también parte del lado oscuro de Elvis no tan mostrado. Así opaca el protagonismo del músico cediéndole la voz y perspectiva del narrador en un solvente Tom Hanks. Es un riesgo que toma la película y le sirve, pero infla al personaje casi como un antagonista de Disney.
El Rey del Rock, insinúa la película con algunos sentidos comunes, es en verdad El Gran Intérprete del Rock. Sin componer ninguna canción, supo reconfigurar el rústico rythm and blues con las raíces del country y la perfección pop. Prodigio del canto y dueño del escenario, donde puso el cuerpo para devenir un estilo del que quedó preso en la eternidad y el exceso. Por eso la actuación del joven Austin Butler es justa y descollante, a la medida del Elvis histriónico y kitsch. De eso trata también el retrato del artista en una película no solo para ser actuada, sino sobre el poder y la sugestión de la performance. El costado actoral de Elvis, de poco vuelo en sus películas y alto en su música, se recuerda con su ídolo James Dean, pero hay más guiños a Hollywood.
Sobre el final, Elvis recita una líneas, a modo autoreflexivo, tomadas del personaje de Marlon Brando en The Fugitive Kind (1960), también conocida como Piel de Serpiente, otro drama sobre un artista vagabundo y el maldito Sur Profundo de EE. UU. que, de la mano del dramaturgo Tenesse Williams y el director Sidney Lumet, dejaron un precedente para esta biopic.
Si bien Lurzmann elige las primeras palabras que le dirige Brando a una Ana Magnini dispuesta a recibir su corazón errante, el parlamento completo las vuelve más esclarecedoras, en un horizonte poético donde ambos film con más de 60 años de diferencia pueden confluir:
“Hay un tipo de pájaro que no tiene patas. Y no puede posarse en ningún sitio. Así que tiene que pasarse su vida entera volando por el cielo. Vi uno, una vez. Murió y cayó al suelo. Su cuerpo era de color azul suave. Y era tan delgado como tu meñique. Y era tan ligero que no podría pesar más de lo que pesa una pluma. Cuando abría sus alas podías ver a través de ellas. Por eso los halcones no los cazan, porque no los ven. No los ven en lo alto, en ese cielo azúl cerca del sol.”:
Volar puede ser un sinónimo de libertad, ¿y de condena? Una forma de escapar irrefrenable y repetitiva que no encuentra rumbo, hasta el cansancio de abandonar todo lo que está en la tierra. Cada vez más cerrado en su propio vuelo, el pájaro fugitivo pierde noción del espacio libre. Ya embelesado por las fuerzas del otro mundo, -el vuelo fatal, quizás- no puede surcar otro rumbo. ¿El halcón puede tomar la forma del Coronel Perkins? En este artista único y encumbrado en lo más alto, ¿cuántos otros destinos se reflejan? La empresa del rock, epítome de la música popular, desborda los límites del “mercado” que la contiene. Muchas pasiones, emociones y sentidos de vida se movilizan desde el público, las estrellas, los magnates y corren por sus propias direcciones. Pero Elvis ya no piensa en trascender en una obra: no lo necesita. En ese altar de la vanidad y la desesperación donde se sube a cantar, aspiró a la rentabilidad máxima de su figura, olvidando sus tormentos, como una máquina que no podía dejar de funcionar aún cuando supiera que su propia vida era un estorbo.
Es 1977 y el Rey está apunto de morir. El rock se abre a otros caminos y la explosión de movimientos como el punk ya está sucediendo. El ídolo parece no haberse enterado de todo lo que pasó desde que él levantó vuelo. Como los mitos, cada cual puede presentar su versión sin buscar ajustarse a una verdad. Y la película logra sus memorables momentos que, en palabras de un discípulo de la realeza del rock, nos presentan “un mundo de sensaciones”. Después de eso, hay más que buenas actuaciones, igual que la fotografía, la producción impecable de imágenes, una recreación pop de la época y algunos desajustes del sonido y las escenas musicales. La verdad dramática y vital del arte se vislumbra de refilón en la película. Pero en este presente de una cultura estancada, podemos mirar para atrás y creer que el vuelo de Elvis se mantiene firme como un mito que brilla y se alimenta del fuego de su obra sin fin.
Comentarios
Publicar un comentario